16 diciembre 2011

La sensibilidad es el instinto de supervivencia de la humanidad como conjunto.



Fregar los platos forma parte de las tareas rutinarias que nos ayudan a protegernos contra ciertas bacterias, de la misma forma que limpiarnos los dientes no es una cuestión puramente estética. Vivir, en el más estricto sentido de la palabra, es toda una tarea laboriosa y sacrificada a la que estamos acostumbrados. Alguien me dijo hace poco que, transcurridas unas tres semanas, la gente es capaz de acostumbrarse a ciertas acciones que pueden resultar un tanto pesadas al principio, como salir a correr. De la misma forma, nos suelen enseñar desde pequeños ciertas rutinas cuya función básica, al fin y al cabo, es prolongar nuestra existencia en este planeta, como son los hábitos alimenticios, higiénicos, el deporte o mirar antes de cruzar la acera. Demostrado está, y creo innecesario por el momento profundizar, el hecho de que unos buenos hábitos suelen ser garantía de vida (y además de vida equilibrada y saludable).

Sin embargo, se nos escapa algo fundamental. ¿Cómo que, con el odio que despiertan ciertas situaciones de injusticia que vemos con absoluta claridad día a día, no nos matamos los unos a los otros? ¿Por qué, a pesar de ciertas épocas de crisis económica seguimos sonriendo y guardamos instantes para la felicidad?¿Por qué cada día que pasa hay más respeto hacia los animales, homosexuales, transexuales, mujeres, negros, blancos, moros, chinos, putas o sintechos? ¿Cómo se mantiene una sociedad que ha pasado por guerras, hambres, en pie? Pues fregando los platos e intentando sobrevivir a este cúmulo de caos y maldición, que parece haber dejado un tsunami a su paso, pero que no es sino la consecuencia directa de una semana de mucho trabajo, se me ha hecho evidente así de repente, así como la belleza que alberga una lluvia dorada de agosto con un sol espléndido, el papel tan crucial que juega en el avance de la humanidad la sensibilidad.

De pequeños nos enseñan, sobre todo a los hombres, a no ser sensibles, a no decir "te quiero papá" o "no puedo vivir sin ti" a nuestro mejor amigo o a no bailar ballet o contener el llano cada vez que nos apetece, pues todo ello es signo de debilidad y motivo de cachondeo más tarde en la adolescencia. No es precisamente lo que los estándares esperan de nosotros. Pero esa enseñanza, carente de todo principio pedagógico, no es más que la imposición de una armadura rígida a toda la cantidad de sensaciones que se cuecen en nuestro interior y que necesitan airearse para no podrirse por dentro y convertirnos en  personas podridas, amargadas, propagadoras de muerte en todas sus variantes. Por algún motivo, no interesa que sintamos, que digamos ¡no! cuando así lo sentimos. Vivimos pues en un mundo gobernado por la mente, que a veces se hace un tanto dictatorial y cruel.

Necesitamos de los artistas, del arte, de nosotros como creadores para poder poner las pieles de gallina, para ser motor de cambio hacia un mundo más despierto a los acontecimientos, en definitiva, para ser experimentadores de sensaciones, y cuantas más, mayor empatía y mayor capacidad de saber qué se siente en según qué situación.

Sin arte, sin artistas, sin la libertad que nos confiere el expresarnos y acariciarnos con las canciones o rajarnos con según qué libro o acto de protesta social, estamos perdidos, grises, estancados en constructos sociales rígidos y pétreos, que no nos dejan movernos como queremos, al ritmo de lo que sentimos.

Y sin no, experimenten a ver si este tema les deja indiferentes:

http://www.youtube.com/watch?v=40Br07CF0qk

10 diciembre 2011

Sangre de mi sangre.


Sangre de mi sangre,
que marca el ritmo de aquella canción de cuna,
que me deja traspuesto,
en tus brazos,
en tus entrañas,
en mis ojos temerosos porque algún día tu reflejo sea remembranza.

Soy en ti como hojas de sauce llorón,
que el viento reclama.
Un día de octubre te levantas y me he ido.
Y el gentío, inconsciente de tu vientre desgarrado,
de tu mente quebrantable,
de tu piel de seda,
camina su camino,
 la lluvia, impía, no escampa.

Te quiero como no sé querer a nadie,
sin razones, ni excusas, ni miedos, ni medias verdades.
En tus manos me sostienes
y me calientas
como sol a su mañana.

Sé en mi para siempre, y soñemos que la noche es larga.
Cántame al oído la canción que me cantabas.
Cuéntame de chico lo del pozo y lo del mar plata,
aquel que escondes en mis oídos
en noches sin sábanas.

No duermas esta noche,
madre,
cántame otra nana.