15 mayo 2013

Un sombrero gris



Era un sábado cualquiera, bueno aquel sábado no fue como los demás pero sí empezó de una forma semejante, con un aire de desgana y la energía del desenfreno, de dejarme arrastrar por la corriente de la desesperación, de las ganas de ser querido a toda costa, en los brazos de la noche lúgubre y polvorienta, espesa y borrosa, que a todos ignora. Así que me calcé mis botas negras, ésas que me dan una seguridad mientras duran puestas y unos vaqueros rotos, que me taparan el alma y mi niño, pequeño y tímido al que le da miedo el desasosiego, una niña frágil.
Quedé como otras tantas veces con mi amigo Julián y nos embarcamos en la noche, rumbo a ningún lugar. Después de la primera copa vinieron otras tantas, y después de éstas un paseo por Ítaka, no la de Kavafis, sino una más sombría y pedregosa, donde las personas pagan por adquirir un nuevo rol, a cambio de su alma, pero bueno por unos minutos. Bailamos al son de la perdición, de aquellos que no tienen puerto en el que amarrar sus barcas. Bailamos y por unos instantes nos olvidamos de nosotros. Pero al fondo del bar, en la barra, pude vislumbrar una luz casi cegadora; una luz que solo yo pude ver y me acerqué sin premeditación. Tenía puesto un gorro gris, que aún puedo oler. Le presenté cobardemente a mi amigo Julián, el cual se hizo niebla en la oscuridad junto a todo lo demás, y allí quedamos él, yo y nosotros. Hablamos con la mirada, diciéndonos todo lo que necesitábamos oír. Nos amamos a distancia, aún hoy, aunque no lo sepamos o no lo queramos ver. De repente, me entró el miedo y aproveché un bocado de cotidianeidad en el que le entraron ganas de hacer pis para esfumarme, no sin antes escribirle en el sombrero que me había encomendado como pasaporte a un encuentro más duradero mi número de teléfono. Y me fui.
Apenas había llegado a casa cuando ya tenía un mensaje suyo en el que me pedía un reencuentro. La noche se trasladó a la noche siguiente y allí nos vimos, en mitad de nuestras vidas perdidas. La plaza de repente no era plaza para ser nuestra pista de baile, nuestro punto de partida hacia una historia casi irreal, pero finita, amargamente finita. Después de entremezclarnos con los demás, que no son ni secundarios de la historia, nos entrecruzamos mirada y nos fuimos corriendo, escapándonos de la muchedumbre, corriendo hacia nosotros, y nos subimos a mi terraza. De ahí a la luna. Allí hablamos de nosotros mismos y de las diferencias entre deseo, necesidad y amor. Yo sentía las tres cosas por él, ahora solo guardo la que me resulta eterna, y a veces ni me acuerdo. Esa noche cantamos, y nos metimos en los ojos del otro a bailar. Todo culminó con un beso de “hasta mañana”, porque mañana quiero hacerte mío.
Al día siguiente, día 3 de 5, el tiempo se paró y las calles se tornaron sepia. Me tapó los ojos y me llevó a su alcoba, no sin antes preguntarme: “¿Confías en mí?”. Como no podía confiar en la persona que me había abierto un fuego que creía inexistente en medio de tanta perdición y noches electrónicas. Allí me tumbó en su cama y bailamos un tango. Me sopló en la boca e hicimos el amor, nos amamos, sus dedos recorrieron cada recoveco de mi cuerpo, dándole vida, encendiéndolo. Nos hicimos miel, mar y merienda de tarde soleada debajo de un almendro en flor. Nos quedamos en mitad del mar flotando, con la luna como única referente. Su boca se hizo mía, y la mía, agua de mar, salada.
Nos encontró el día al ritmo de unas bulerías de Cádiz. Un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve diez. Él no podía parar de observarme, mi rostro ensolecido, preguntándome cómo podía caber tanta belleza en semejante cuerpo. Y ese día nos quedamos juntos. Recorrimos el Guadalquivir, nos inventamos sus calles y bares, nos comimos un helado de bizcocho de chocolate, yogurt y pétalos de rosa. Luego nos comimos a besos y nos perdimos de nuevo en lo confuso de la nocturnidad. Bailamos rock’n’roll y algún bolero. Nos apretamos los cuerpos como si con ello fuésemos a parar el tiempo, cambiar las circunstancias. Una risa llevó al llanto, el llanto al alba, y ésta, vilmente nos volvió a separar.
Al día siguiente estuve trabajando sin cesar con la sola idea de volver a verle, a verlo, de sentir su olor, sus cigarrillos. Tras seis horas de trabajo vendiendo helados de pétalos de rosa, yogurt y bizcocho de chocolate, me di cuenta de que había perdido el móvil y con eso, cualquier esperanza de volverle a ver. Me había contado el día 4 de 5 que debía coger un vuelo para Berlín o no. Corrí por las ciudades, regresé a cada sitio donde nos habíamos devorado, desesperándome por instantes. Paré a las personas de la ciudad como enloquecido por si habían visto tanta belleza por casualidad, tras alguna esquina. Lo confundí con 487 personas a las cuales no se asemejaba ni de lejos. Mi cuerpo se hizo preso del miedo. Me entumeció el corazón, que aún hoy sigue entumecido por los besos que nos quedaron por dar, por las noches que nos quedaron por vivir. Tan solo me quedé con algún que otro beso que guardo en mi mesilla de noche, y su sombrero gris, aquél que me regaló el día 2 de 5.