Era un sábado
cualquiera, bueno aquel sábado no fue como los demás pero sí empezó de una
forma semejante, con un aire de desgana y la energía del desenfreno, de dejarme
arrastrar por la corriente de la desesperación, de las ganas de ser querido a
toda costa, en los brazos de la noche lúgubre y polvorienta, espesa y borrosa,
que a todos ignora. Así que me calcé mis botas negras, ésas que me dan una seguridad
mientras duran puestas y unos vaqueros rotos, que me taparan el alma y mi niño,
pequeño y tímido al que le da miedo el desasosiego, una niña frágil.
Quedé como otras tantas
veces con mi amigo Julián y nos embarcamos en la noche, rumbo a ningún lugar. Después
de la primera copa vinieron otras tantas, y después de éstas un paseo por
Ítaka, no la de Kavafis, sino una más sombría y pedregosa, donde las personas
pagan por adquirir un nuevo rol, a cambio de su alma, pero bueno por unos
minutos. Bailamos al son de la perdición, de aquellos que no tienen puerto en
el que amarrar sus barcas. Bailamos y por unos instantes nos olvidamos de
nosotros. Pero al fondo del bar, en la barra, pude vislumbrar una luz casi
cegadora; una luz que solo yo pude ver y me acerqué sin premeditación. Tenía
puesto un gorro gris, que aún puedo oler. Le presenté cobardemente a mi amigo
Julián, el cual se hizo niebla en la oscuridad junto a todo lo demás, y allí
quedamos él, yo y nosotros. Hablamos con la mirada, diciéndonos todo lo que
necesitábamos oír. Nos amamos a distancia, aún hoy, aunque no lo sepamos o no
lo queramos ver. De repente, me entró el miedo y aproveché un bocado de
cotidianeidad en el que le entraron ganas de hacer pis para esfumarme, no sin
antes escribirle en el sombrero que me había encomendado como pasaporte a un
encuentro más duradero mi número de teléfono. Y me fui.
Apenas había llegado a
casa cuando ya tenía un mensaje suyo en el que me pedía un reencuentro. La
noche se trasladó a la noche siguiente y allí nos vimos, en mitad de nuestras
vidas perdidas. La plaza de repente no era plaza para ser nuestra pista de
baile, nuestro punto de partida hacia una historia casi irreal, pero finita,
amargamente finita. Después de entremezclarnos con los demás, que no son ni
secundarios de la historia, nos entrecruzamos mirada y nos fuimos corriendo,
escapándonos de la muchedumbre, corriendo hacia nosotros, y nos subimos a mi
terraza. De ahí a la luna. Allí hablamos de nosotros mismos y de las
diferencias entre deseo, necesidad y amor. Yo sentía las tres cosas por él,
ahora solo guardo la que me resulta eterna, y a veces ni me acuerdo. Esa noche
cantamos, y nos metimos en los ojos del otro a bailar. Todo culminó con un beso
de “hasta mañana”, porque mañana quiero hacerte mío.
Al día siguiente, día 3
de 5, el tiempo se paró y las calles se tornaron sepia. Me tapó los ojos y me
llevó a su alcoba, no sin antes preguntarme: “¿Confías en mí?”. Como no podía
confiar en la persona que me había abierto un fuego que creía inexistente en
medio de tanta perdición y noches electrónicas. Allí me tumbó en su cama y
bailamos un tango. Me sopló en la boca e hicimos el amor, nos amamos, sus dedos
recorrieron cada recoveco de mi cuerpo, dándole vida, encendiéndolo. Nos
hicimos miel, mar y merienda de tarde soleada debajo de un almendro en flor. Nos
quedamos en mitad del mar flotando, con la luna como única referente. Su boca
se hizo mía, y la mía, agua de mar, salada.
Nos encontró el día al
ritmo de unas bulerías de Cádiz. Un dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete
ocho, nueve diez. Él no podía parar de observarme, mi rostro ensolecido, preguntándome
cómo podía caber tanta belleza en semejante cuerpo. Y ese día nos quedamos
juntos. Recorrimos el Guadalquivir, nos inventamos sus calles y bares, nos
comimos un helado de bizcocho de chocolate, yogurt y pétalos de rosa. Luego nos
comimos a besos y nos perdimos de nuevo en lo confuso de la nocturnidad.
Bailamos rock’n’roll y algún bolero. Nos apretamos los cuerpos como si con ello
fuésemos a parar el tiempo, cambiar las circunstancias. Una risa llevó al
llanto, el llanto al alba, y ésta, vilmente nos volvió a separar.
Al día siguiente estuve
trabajando sin cesar con la sola idea de volver a verle, a verlo, de sentir su
olor, sus cigarrillos. Tras seis horas de trabajo vendiendo helados de pétalos
de rosa, yogurt y bizcocho de chocolate, me di cuenta de que había perdido el
móvil y con eso, cualquier esperanza de volverle a ver. Me había contado el día
4 de 5 que debía coger un vuelo para Berlín o no. Corrí por las ciudades,
regresé a cada sitio donde nos habíamos devorado, desesperándome por instantes.
Paré a las personas de la ciudad como enloquecido por si habían visto tanta
belleza por casualidad, tras alguna esquina. Lo confundí con 487 personas a las
cuales no se asemejaba ni de lejos. Mi cuerpo se hizo preso del miedo. Me
entumeció el corazón, que aún hoy sigue entumecido por los besos que nos
quedaron por dar, por las noches que nos quedaron por vivir. Tan solo me quedé
con algún que otro beso que guardo en mi mesilla de noche, y su sombrero gris,
aquél que me regaló el día 2 de 5.