(Vincent Van Gogh. Almendro en Flor. 1890)
Cada octubre que se pasa nos arranca un devenir,
nos arrastran aguas nuevas. Nuevos cauces.
Mas no es rara la ocasión en que, límpidos,
echamos la vista atrás,
en busca de nuestros sedimentos.
Ingenuo ineficaz de aquél que se precipita a ir
río arriba.
Pasan los días, la gente pasa,
y yo aquí, yermo, sin hacer nada.
Nos suicidamos colectivamente a cada paso cerrado
o en cada vista de corto alcance.
También cuando nunca más rectificamos .
Hay veces en que agarramos, inconscientes,
una golondrina pequeña entre nuestras manos y,
a caricias cerradas,
le practicamos la autopsia prematura.
Ahí también se suceden las muertes.
Muero poco a poco
en cada no, cada despedida, cada abrazo no dado,
cuando disimulo o cada vez que subo al autobús y no miro a ninguna parte.
O cuando quiero gritar y callo.
Cuando tú te vas y yo no aguanto.
Cuando te echo,
cuando apenas queda nada,
ahí muero súbitamente.
¿Cuántas veces hemos de morir en vida?
¿Cuántas más?
En todas las ocasiones en las que me he muerto,
me he vestido de placenta y
me he ido con una manta, un libro y una manzana roja arenosa en la mano
a un sitio donde me dejasen estar.
Donde poder volver a eclosionar.
Nuevo de nuevo.
Nuevo de nuevo.
Otra vez más.
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